FUENTE: A.C.,BABELIA - 02-12-2006
Para evaluar el estado de salud de la ilustración en España valga como ejemplo el camino recorrido por Una casa para el abuelo, ilustrado por Isidro Ferrer con texto de Grassa Toro. El cuento, un homenaje del dibujante a su padre y una historia sobre cómo enfrentarse a la muerte de un ser querido, fue editado en Francia en 2001, pero en nuestro país ninguna editorial se interesó entonces por él porque trataba uno de esos temas tabú en la literatura juvenil, hasta que el pasado año fue rescatado por la editorial Sins Entido. Isidro Ferrer y Una casa para el abuelo han recibido ahora el Premio Nacional de Ilustración.
La muerte sigue siendo un tema sin resolver en la literatura infantil, pero ¿qué ha cambiado en este tiempo? "La pelota sigue del lado de las editoriales que son las que marcan la pauta y el momento", asegura Isidro Ferrer en el curso de una conversación telefónica desde Huesca. "Se deja mayor libertad a los autores, pero nos hemos instalado en un nivel de calidad alta aunque sin asumir demasiados riesgos". Con todo, llegar hasta aquí no ha sido tarea fácil. En los años setenta se vivió un auge del álbum ilustrado y se sacaron adelante proyectos muy novedosos, pero "el editor, con la excepción de las pequeñas editoriales que se arriesgan más, tiende a moverse por el número de ventas y al final lo que ha prevalecido es el miedo y la prudencia a todos los niveles, tanto desde el punto de vista de la temática como del estilo". Las cosas no van mucho mejor si se piensa en la consideración de los autores. "Todavía se sigue calificando al ilustrador como un señor que rellena huecos, pero que no influye en la cultura. Normalmente, el ilustrador y el traductor son los grandes desconocidos del libro", añade Ferrer. La excepción serían casos como el de El Roto o Chumy Chúmez.
Con consideración o sin ella se han dado pasos de gigante. Hace unos años hubiera sido impensable un premio nacional a una obra como Una casa para el abuelo, un álbum de carácter experimental donde se mezcla el lenguaje objetual con el volumétrico. "Quería un dibujo muy plano donde se resaltara la dimensión de la memoria", añade Ferrer, que ha mezclado elementos reales, como un agujero sobre la tierra, con materiales como maderas, hierros, cartones y fotografías.
La idea de Ferrer, también cartelista y diseñador, es que el único mercado que no se mueve con esa tendencia a la prudencia y a la contención es el francés. En el país vecino el ilustrador ha alcanzado cierta repercusión social y el libro infantil tiene categoría de libro. "En los suplementos literarios se publican todas las semanas secciones dedicadas a las historietas, y debido a esa normalización el mercado evoluciona de otra forma". Las excepciones en la España de las nacionalidades serían Cataluña, Galicia o Valencia, donde "la normalización lingüística ha obligado a crear nuevas historias en su propia lengua". Lo ideal para este creador, que llegó a la ilustración de manera casual tras un accidente que le alejó de la interpretación y la escenografía, pasa porque se alcance una situación en la que se acorten las distancias entre el producto dirigido al niño y al adulto, una distancia que ya ha comenzado a acortarse. "El álbum infantil se debería llamar simplemente álbum ilustrado", asegura tajante. "Al fin y al cabo son con esos álbumes con los que aprendemos a ver el mundo; en mi caso, con autores tan diferentes como Julio Verne o Gustavo Doré. Personalmente creo que los niños tienen la capacidad enorme de llenar los espacios vacíos y llevarse las cosas a su terreno. Si ilustramos para niños mermamos su capacidad, a los pequeños hay que proporcionarles argumentos para que desarrollen sus ideas". Ferrer, que suele elegir sus proyectos más por el lado emocional que por el económico, asegura que le tiene sin cuidado la factura de los libros: "No me gustan los libros tramposos. Prefiero recuperar el producto al servicio de un buen libro a que esté bien encuadernado o bien impreso. Eso no es una garantía".
Para evaluar el estado de salud de la ilustración en España valga como ejemplo el camino recorrido por Una casa para el abuelo, ilustrado por Isidro Ferrer con texto de Grassa Toro. El cuento, un homenaje del dibujante a su padre y una historia sobre cómo enfrentarse a la muerte de un ser querido, fue editado en Francia en 2001, pero en nuestro país ninguna editorial se interesó entonces por él porque trataba uno de esos temas tabú en la literatura juvenil, hasta que el pasado año fue rescatado por la editorial Sins Entido. Isidro Ferrer y Una casa para el abuelo han recibido ahora el Premio Nacional de Ilustración.
La muerte sigue siendo un tema sin resolver en la literatura infantil, pero ¿qué ha cambiado en este tiempo? "La pelota sigue del lado de las editoriales que son las que marcan la pauta y el momento", asegura Isidro Ferrer en el curso de una conversación telefónica desde Huesca. "Se deja mayor libertad a los autores, pero nos hemos instalado en un nivel de calidad alta aunque sin asumir demasiados riesgos". Con todo, llegar hasta aquí no ha sido tarea fácil. En los años setenta se vivió un auge del álbum ilustrado y se sacaron adelante proyectos muy novedosos, pero "el editor, con la excepción de las pequeñas editoriales que se arriesgan más, tiende a moverse por el número de ventas y al final lo que ha prevalecido es el miedo y la prudencia a todos los niveles, tanto desde el punto de vista de la temática como del estilo". Las cosas no van mucho mejor si se piensa en la consideración de los autores. "Todavía se sigue calificando al ilustrador como un señor que rellena huecos, pero que no influye en la cultura. Normalmente, el ilustrador y el traductor son los grandes desconocidos del libro", añade Ferrer. La excepción serían casos como el de El Roto o Chumy Chúmez.
Con consideración o sin ella se han dado pasos de gigante. Hace unos años hubiera sido impensable un premio nacional a una obra como Una casa para el abuelo, un álbum de carácter experimental donde se mezcla el lenguaje objetual con el volumétrico. "Quería un dibujo muy plano donde se resaltara la dimensión de la memoria", añade Ferrer, que ha mezclado elementos reales, como un agujero sobre la tierra, con materiales como maderas, hierros, cartones y fotografías.
La idea de Ferrer, también cartelista y diseñador, es que el único mercado que no se mueve con esa tendencia a la prudencia y a la contención es el francés. En el país vecino el ilustrador ha alcanzado cierta repercusión social y el libro infantil tiene categoría de libro. "En los suplementos literarios se publican todas las semanas secciones dedicadas a las historietas, y debido a esa normalización el mercado evoluciona de otra forma". Las excepciones en la España de las nacionalidades serían Cataluña, Galicia o Valencia, donde "la normalización lingüística ha obligado a crear nuevas historias en su propia lengua". Lo ideal para este creador, que llegó a la ilustración de manera casual tras un accidente que le alejó de la interpretación y la escenografía, pasa porque se alcance una situación en la que se acorten las distancias entre el producto dirigido al niño y al adulto, una distancia que ya ha comenzado a acortarse. "El álbum infantil se debería llamar simplemente álbum ilustrado", asegura tajante. "Al fin y al cabo son con esos álbumes con los que aprendemos a ver el mundo; en mi caso, con autores tan diferentes como Julio Verne o Gustavo Doré. Personalmente creo que los niños tienen la capacidad enorme de llenar los espacios vacíos y llevarse las cosas a su terreno. Si ilustramos para niños mermamos su capacidad, a los pequeños hay que proporcionarles argumentos para que desarrollen sus ideas". Ferrer, que suele elegir sus proyectos más por el lado emocional que por el económico, asegura que le tiene sin cuidado la factura de los libros: "No me gustan los libros tramposos. Prefiero recuperar el producto al servicio de un buen libro a que esté bien encuadernado o bien impreso. Eso no es una garantía".
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