El emperador está desnudísimo!!

Pacheco, Miguel Ángel "La ilustración en la academia de las vanguardias" Revista de Literatura, 222. (2006): 77-83.



LA ILUSTRACIÓN EN LA ACADEMIA DE LAS VANGUARDIAS

Un análisis crítico de los movimientos artísticos contemporáneos en relación con el panorama general de la ilustración española.


Vísperas de la confrontación

Durante el final del s. XIX y la primera mitad del XX, europeos y rusos vivieron obsesionados con masacrarse los unos a los otros en una serie de guerras, que se llamaron mundiales cuando entraron en ellas Japón y los Estados Unidos.
Hasta un país en ese tiempo tan depauperado como España, pese a estar por completo al margen de la política internacional, terminó participando con entusiasmo en esa especie de demencia asesina y produjo el nada despreciable fenómeno de una lucha fratricida de terribles consecuencias.
¿Qué condujo a nuestros antepasados a matarse durante tanto tiempo y con tanta saña? ¿Pudo ser el industrialismo? ¿El miedo a una revolución proletaria? ¿La densidad de población? ¿La genética? ¿Todo ello y mucho más?
Es de suponer que los sociólogos estén analizando semejante fiebre destructiva. Aquí solo se pretende consignarla por si pudo influir en la historia del arte que, justo en esa época, se vio afectada también por una conmoción brutal, que acabó dinamitando todo deseo de belleza formal, al tiempo que aplastaba cualquier relación con la idea de imitar la naturaleza para producir emociones estéticas, idea que llevaba vigente veintitantos siglos.
Todo empezó por un grupo de artistas, parece que no muy dotados para asimilar la enorme capacidad técnica que el gran árbol de la pintura había sido capaz de generar a lo largo del s. XIX. Probablemente la chispa que hizo saltar el incendio fue que, hacia 1870, para sorpresa de muchos, la fotografía comenzó a captar y reproducir con notable fidelidad y hasta con cierta finura cualquier cosa que se le pusiera por delante, ya fuera bodegón, paisaje o retrato. Pintores tan hábiles como reputados –por ejemplo Delacroix– no solo desdramatizaron el invento, sino que lo utilizaron para dar mayor verismo a sus creaciones. No obstante, el hecho produjo una innegable conmoción. Ingres llegó a encabezar una lista de firmas dirigida al gobierno para que lo prohibiera. Es lógico que, en ese punto, a algunos se les ocurriera que debían precisamente resaltar aquello que la fotografía no podía dar.
El descubrimiento era endiabladamente eficaz en cuanto a reproducir el dibujo y el sombreado, pero, ay, aún carecía de color. De modo que resultaba fácil postular que lo único importante para un artista debía ser justamente reflejar el color, la impresión visual momentánea –como la de la cámara– de lo que tenía delante, pero con color; aunque todo hay que decirlo, torpemente dibujada y suciamente empastada, pues la mayoría de los que se lanzaron a ello no eran precisamente unos virtuosos de la técnica de la pintura. A eso se le denominó impresionismo. Tuvo mucho menos éxito del que hoy se le otorga, pero supuso el principio del fin y hay, por tanto, que tenerlo en cuenta.


Génesis de la destrucción


Con el cambio de siglo la idea fija de la guerra se afirmó aún más si cabe y en todas partes se hacían preparativos para que fuera lo más catastrófica posible. Por suerte, no solo se perfeccionaron las armas, también lo hizo la fotografía. Se empezó a producir en color y no con los tonos forzados que los impresionistas trataban de poner de moda, sino con los suaves y armonizados que la naturaleza suele ofrecer.
– En fin –concluyeron entonces aquellos pintores– tendríamos que hacer algo que apartase de una vez esos malditos artefactos del terreno de las irrepetibles producciones hechas a mano.
Tras darle no demasiadas vueltas lo encontraron:
– Interpretemos la realidad aún más caprichosamente: que las cosas ya no sean como son, sino como nosotros queramos.
Y se pusieron a contrahacer la forma de las cosas. A eso se le llamó expresionismo.
– ¡Estupendo! –exclamaron algunos– pero aún se puede llegar más lejos. Trastoquemos el orden y concierto de los colores. Juguemos con su intensidad a capricho.
E inventaron el fauvismo.
– ¡Más todavía! –gritaron otros exaltados–. ¡Dibujemos solo con líneas rectas, las únicas que no existen en la naturaleza!
Y así procedieron con cada uno de los aspectos esenciales que se precisaban, en aquel momento, para conseguir un buen cuadro.


Apoteosis bárbara

Todo ello se mezcló y complicó cada vez más, con el desorden característico de toda tropelía y la manía insana de asesinar una realidad frente a la que se sentían incapaces. No olvidemos que la locura es, sobre todo, desprecio de la realidad.
Entre los ideólogos de la liquidación de formas destacaban sujetos que se consideraban poetas, como Marinetti, un belicistas furibundo y un misógino rabioso, que habría podido gritar como Millán Astray en Salamanca: "¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!". Naturalmente, era fascista. En Zurich estaba Tristan Tzara, otro marginal paranoico, cuya principal pasión era acabar con toda forma de lenguaje:
"Hay un gran trabajo destructivo, negativo, por cumplir, abolición de la lógica, danza de los impotentes de la creación", clamaba en uno de sus manifiestos.
En Rusia el gran rupturista era Maiakovsky, otro maldito –el único medianamente legible de los tres –comunista libertario, depresivo, se suicidó cuando Stalin tomó el poder en su país. Enseguida a semejantes abanderados se les uniría un puñado de pintores, descentrados e inadaptados igual que ellos, que formaron movimientos radicales basados en una rebeldía caprichosa hacia cuanto triunfaba en aquel momento –creadores como Gustav Klimt, por mencionar solo a uno–. Así nacieron el futurismo, el dadaísmo, el constructivismo… Sus patéticas exageraciones y su desequilibrada y vacía grandilocuencia pasaron prácticamente desapercibidas en su tiempo. La mayor parte de la crítica les dio la espalda, los marchantes se desentendieron de lo que les parecía una payasada y el gran público los ignoró por completo.
En París había otros pintores algo más sociales. Apoyándose en postulados menos radicales –aunque también estaban empeñados en epater les bourgeois y por tanto continuaban sin ser aceptados– consiguieron que sus obras se vendieran a unos cuantos millonarios, tan excéntricos y outsiders como ellos, la mayoría norteamericanos, que por esas fechas frecuentaban la gran metrópoli. Estaban sobre todo interesados en mover su dinero por una Europa en guerra, en forma de cuadros que no parecieran valiosos. Así, al tiempo que se enriquecían Picasso, Dalí o Miró, consiguieron que, de vez en cuando, en ciertos medios especializados, se hablara de cubismo, surrealismo o expresionismo. En cambio en Ámsterdam, hasta mucho tiempo después casi nadie repararía en el neoplasticismo de Piet Mondrian, un teósofo obsesivo.
A todos ellos les gustaron, en principio, las representaciones de la imaginería tenida entonces por primitiva: Asia, Oceanía, África, Sudamérica… Y enseguida se dieron cuenta de que incluso en esas artes, no estrictamente realista pero sí figurativas, subsistía cierta belleza formal, de modo que, de la mano de Kandinski, decidieron erradicar también todo vestigio de figuración; surgió así lo que se calificó de arte abstracto. "Fuera toda referencia, abajo cualquier resto de iconografía comunicativa, fin de la inteligibilidad. Si el público nos vuelve la espalda, aislémonos de él", debieron decirse los seguidores de tal tendencia.


La danza de los impotentes

En 1914 los ejércitos de unos y otros se habían lanzado ya al aniquilamiento total del enemigo. Todos aseguraban que Dios estaba de su parte. El industrialismo capitalista también. Obuses del tamaño de un ternero, ametralladoras que disparaban miles de proyectiles por minuto, gases asfixiantes, aeroplanos, submarinos, fortalezas flotantes, lograban un nivel de horror que dejaba en ridículo al de las guerras anteriores. Ahora los muertos se contaban por millones, las ciudades se arrasaban, ni los hospitales se respetaban y los civiles caían igual que los militares, incluso más.
Entretanto, los demiurgos de la destrucción estética tampoco descansaban y hasta el final de los años treinta, cuando comenzó la segunda guerra mundial, continuó una lucha sin cuartel entre académicos y modernos.
El resultado fue que, en 1944, cuando por fin se firmó el armisticio, las artes consideradas “referenciales”, “icónicas” o “figurativas”, comenzaron, algo inexplicablemente, a llevar las de perder. Probablemente Hitler, con su actitud de prohibir en Alemania el “arte degenerado” –que él consideraba a cuanto oliera a vanguardia– dio a los aliados el pretexto para fijarse en lo que hasta entonces habían ignorado. Si aquello no gustaba a los nazis debía ser estupendo. La nueva democracia no quería ser académica sino moderna, decidieron unos políticos tan cultos como los de ahora.


Academia vanguardista

El caso es que hacia los años cincuenta del siglo pasado una gran parte de los críticos había cambiado de opinión respectos a los ismos.
Mircea Eliade lo cuenta así[1]:
"La incomprensión agresiva del público, de los críticos y de las representaciones oficiales del arte hacia un Rimbaud o un Van Gogh, las consecuencias desastrosas que tuvo, sobre todo para los coleccionista y los museos, la indiferencia hacia los movimientos innovadores, desde el impresionismo al cubismo y al surrealismo, han constituido duras lecciones tanto para los críticos y el público como para los marchantes de cuadros, las administraciones de los museos y los coleccionistas. Hoy, su único miedo es no ser lo suficientemente avanzados, el no adivinar a tiempo el genio en una obra a primera vista. Jamás quizás en la historia el artista ha tenido tanta certeza como hoy de que, cuanto más audaz, iconoclasta, absurdo e inaccesible sea, tanto más se reconocerá su valía, se le mimará, se le idolatrará. En algunos países se ha llegado a un academicismo de vanguardia; hasta tal punto que toda experiencia artística que no tenga en cuenta este nuevo conformismo corre el riesgo de ser sofocada o de pasar inadvertida."
En efecto, llevamos ya más de treinta años instalados en la caótica y contradictoria academia de las vanguardias, cuya dictadura –formulada con la brutalidad a la que nos tiene acostumbrados- podría ser: "todo vale siempre que suponga el fin de lo anterior", o también: "toda representación de algo concreto debe ser rechazada". Así, los “artistas” de hoy en día se han convertido en unos sujetos que pueden, si se les antoja, operarse o incluso automutilarse para “intervenir” sobre su anatomía, enterrar sus producciones bajo toneladas de cemento… etc.; ya que lo importante es transgredir lo que sea y como sea con el delirante deseo de hacer algo original. Es curioso que, en su paroxística huida hacia delante, justo la originalidad sea punto menos que imposible de encontrar, pero así era también en las antiguas academias, donde las normas eran más importantes que la inspiración y lo que se decía más relevante que lo que se hacía.


Rara avis

Por supuesto hubo y sigue habiendo excepciones y siempre podemos encontrar alguno de esos académico con cultura y buen gusto, incluso con talento. También hubo y sigue habiendo creadores que nunca acataron los postulados de los iconoclastas, pero son escasos en un mundo donde la superchería más contumaz campa por sus respetos. Y claro, hubo y sigue habiendo diseñadores e ilustradores que utilizan superficialmente recursos plásticos del neoplasticismo, el futurismo, el dadaísmo, etc., para comunicarse mejor con un gran público que tolera en un frasco de colonia, un pañuelo o un libro infantil lo que rechazó y rechaza en un museo.
Por otro lado, no todas las artes se han prestado con la misma facilidad a semejante deconstrucción, como hoy la llamarían. De modo que aunque la música contemporánea resulte, por lo general, insoportable, nadie está dispuesto a encargar edificios sin tejado o sin puertas, con el suelo inclinado o una cocina acuática. Tampoco la literatura, por más que se ha intentado, se puede soportar sin ortografía, gramática, ni contenido alguno.
Así llegamos al otro de los temas que da título a estas notas.


Sobre ilustración

Ilustrar es, básicamente, representar en imágenes un texto literario, es decir, concretar sobre un papel, en dos dimensiones, aquello que al leer aparece en nuestra mente como en una proyección cinematográfica. Por muy “moderno” y agresivo que se pretenda ser, sin esa servidumbre absoluta a la palabra no hay ilustración que valga.
Y como apenas se ilustra literatura abstracta, por poner un ejemplo, ilustrar suele ser también respetar las reglas narrativas de la tradición gráfica universal para conseguir una coherencia representativa que haga posible la comunicación visual entre dibujante y lector, respetando sutiles formas de contar que están en vigor desde los frisos griegos, pasando por los códices carolingios, por Albert Dürer, por Gustavo Doré y por la historieta de todos los tiempos… hasta hace poco, pues da la impresión de que unos cuantos ilustradores han renunciado ya, en aras de no sabemos qué, a esa coherencia representativa que, claro, resulta incómoda si lo que ocurre es que no se piensa con la fluidez propia del homo sapiens o si, sencillamente, no se sabe dibujar.
¿Esa puede ser la clave?
Hace poco, un antiguo alumno, muy joven sin embargo, me comentó, en tono de broma, cómo no le quedó más remedio que replicarle a uno de sus profesores:
– Perdone, pero yo no he venido aquí a expresarme, ni a sacar lo que “llevo dentro”, eso suelo hacerlo en el servicio, sino a aprender a dibujar ¿usted puede enseñarme? -Naturalmente, el profesor al que se refería, miembro fervoroso de la academia vanguardista, no podía enseñar lo que no sabía.
Si ni en las escuelas consideradas de arte se enseña ya correctamente el dibujo, cabría preguntarse: ¿es posible ilustrar sin saber dibujar? La respuesta es rotundamente no.
Ahora bien, las últimas generaciones de ilustradores que, desde los noventa en adelante, han inundado nuestro mercado, salvo escasísimas y honrosas excepciones apenas saben dibujar. A los que se educaron en unos tiempos en los que para ingresar en una escuela de Artes y Oficios hacían falta años de estatua y carboncillo, eso les parece evidente. ¿Se lo parecerá también al público? Es de temer que a una buena parte sí, pues la gente no es tan completamente imbécil como los políticos y los expertos en marketing nos quieren hacer creer.


La crisis de hoy

– Entonces –pregunta algún que otro padre o educador, tan sensible como angustiado–, ¿todos esos miles de libros que abarrotan los grandes almacenes están mal ilustrados?
En más de un ochenta por ciento sí. Además son completamente inútiles en el sentido de formar cualquier tipo de gusto estético, aparte de no cumplir su principal función: la de enriquecer, con una añadida lectura gráfica, el texto que ilustran. Y encima carecen de atractivo, misterio, poder de sugerencia. En fin, que les dicen tan poco a los niños, a los que supuestamente están destinados, como a sus padres.
¿Cómo ha podido llegar un oficio tan digno y sensato como el de los antiguos dibujantes a semejante despropósito?
Hay muchas razones, aparte de las ya citadas. Acaso la principal es que el sector del libro, en su conjunto, sufre en nuestro días una crisis sin precedentes en su historia, una degradación intelectual progresiva y una disolución formal de tales proporciones que no sería extraño que pronto su difusión acabara reducida a un volumen de adquisiciones extremadamente escaso, semejante, por poner un ejemplo, al que alcanza la poesía o la música clásica.
Ocurre que cuando unos cuantos intermediarios se arrogan el derecho de decidir lo que todo el mundo debe leer –o mirar– cuando la calidad de la literatura –o de la imagen– depende solo de ciertos prestigios amañados mediáticamente, en función de hipotéticas ventas, el mercado de lo impreso se envilece y pervierte dejando de ser enriquecedor para convertirse en depauperante y más que enseñar desenseña.
Entonces, la singularidad, la sutileza, la libertad, la preciosa dignidad del trabajo bien hecho, desaparecen para dejar paso a engendros tan ramplones como impostados que, en el fondo, no interesan a nadie. ¿Todo esto no recuerda a lo dicho sobre las vanguardias? En la histérica huida hacia adelante en la que el mundo del libro se ha lanzado -a la búsqueda paroxística del best-seller sin fundamento- también, como en la academia vanguardista, parece caber todo.
Así, una superproducción estúpida, que no refleja el verdadero interés de los siempre escasos lectores, ha conseguido que prácticamente el ochenta por ciento de lo que se edita se recicle pocas semanas después de haberse puesto, a bombo platillo, en la pila de los grandes almacenes y pase, sin pena ni gloria, al más absoluto olvido.
Y en ese fenómeno tan curioso como típicamente español, sobre todo en su vertiente infantil, también intervienen activamente cientos, acaso miles de dibujantes.


Impotencia = afectación

Se trata de una inacabable serie de ilustradores, por lo general bisoños, que no se han tomado el tiempo de aprendizaje suficiente como para llegar a tener verdadero dominio sobre lo que hacen. Apenas han conseguido, a marchas forzadas, inventarse un estilo hueco, imitativo, pretencioso, torpemente sincopado, pero que sin duda tiene, en el punto de venta, un primer golpe de vista atractivo para el comprador medio, quien tampoco se ha devanado los sesos en pensar qué le va a regalar a ese chaval que, en realidad, apenas conoce. Se dirige así, instintivamente, hacia los colores brillantes -mejor todavía si están enriquecidos con películas metalizadas–, le seducen aquellas formas aparentemente expresivas, “modernas” en definitiva. Y compra, claro. Quizás si luego, en su casa, tuviera tiempo de leer con atención o mirar con calma aquello que ha adquirido tan deprisa, descubra solo vacuidad, cuando no inadecuación e incluso, en más casos de los que sería conveniente, se escandalizara pensando: "¿Es posible que a un niño le guste esto?", por no decir: "¿Se aprende algo con esto?". Pero raras veces se produce esa segunda ojeada pues, realmente, no nos preocupa lo que consumen los niños.
De modo que, si se da esa reflexión, el comprador, la próxima vez, regalará un videojuego, más caro sí, pero menos frustrante y a menudo hasta bien ilustrado. Aunque ese no es el tema de estas notas.
El caso es que, empujados por la desidia que provocaron los extraordinarios beneficios que el libro tuvo hasta hace relativamente poco, los editores y los agentes sociales de lo que, fraudulentamente, se denominó en los años setenta literatura infantil y juvenil, han conseguido un estilo de dibujar que podríamos considerar uniforme –por no decir uniformizado–, tanto se parecen unos ilustradores a otros, y tan mediocres resultan la mayoría.
Los pedagogos y "especialistas", también metidos en la rueda comercial del “todo vale”, recomiendan ciertos productos confundiendo torpeza con sencillez, y así las estanterías de las grandes superficies están atestadas de productos que provocan vergüenza ajena al que de verdad los llega a mirar.
Ese mismo estilo homogéneo, muy aburrido en definitiva, también figura en los pesadísimos libros de texto, que han de ir profusamente ilustrados a cuatro colores –haga falta o no– por la necia competencia establecida en ese sector a causa de un marketing mal entendido.
Cabe preguntarse: ¿Serán acaso estos productos tan torpes responsables, en alguna medida, del nutrido fracaso escolar de nuestros chicos? Pero esa tampoco es la cuestión de estas notas.


Los nuevos académicos

Para destacar de esa legión de profesionales uniformizados –y pésimamente pagados, pues suelen percibir por su trabajo la mitad que hace veinte años–, los más ingeniosos e inquietos de nuestro jóvenes ilustradores –con tal de destacar como sea– han decidido cobrar menos todavía, pero hacerse artistas. Aprovechando editoriales emergentes, de ínfimas tiradas y papel verjurado, ejercen de académicos de las vanguardias y hacen productos que, por otras razones de las consideradas “comerciales”, no dicen, tampoco, absolutamente nada. Son libros "modernos".
Para ese viaje, queridos muchachos, de verdad que no se necesitaban alforjas.
Cuidado, sin embargo, porque igual que los eternos jaleadores oficiales de las innumerables ventajas de la lectura han conseguido en pocas décadas quedarse sin lectores, los excelentes profesionales del dibujo de nuestro país, en plena era de la imagen, pueden llegar a quedarse sin nadie que les mire. Tengan en cuenta que los grandes ilustradores de aquí consiguen publicar cada vez menos. Y eso es muy grave.
O empezamos a hacer análisis más honrados –aunque resulten menos políticamente correctos y sobre todo menos cómodos– de lo que pasa en nuestro mundo, o sencillamente lo perderemos por completo, sin llegar a entender qué nos pudo ocurrir.
Eso vale para la ilustración como para tantas otras cosas.


[1] Mircea Elíade, Aspectos del mito, Paidos Orientalia, Buenos Aires 2000.

Comentarios

Marcos Domínguez ha dicho que…
Estoy en desacuerdo con este señor, Miguel Angel Pacheco.

Primero: El arte no provoca guerras ni degeneraciones sociales, simplemente las refleja. Si el arte era caótico a principios del s. XX es porque el mundo era caótico, si el arte es una gilipollez a principios del s. XXI es porque el mundo es gilipollas...

Segundo: Este hombre es un purista figurativo de la vieja escuela, eso está claro. El arte figurativo está muy bien caray, pero eso no significa q las vanguardias sean basura, de hecho han aportado mucha libertad creativa y han abierto nuevas sendas estéticas... lo q hoy llena los museos NO son vanguardias (se terminaron en los años 40 más o menos), sino esputos amorfos de patanes sin talento aupados por críticos trepas q llaman a eso nuevas vanguardias o arte postmoderno. Por supuesto queda gente q aún sabe hacer arte, sea figurativo, vanguardista o una mezcla de ambos.

Tercero: Por supuesto q es necesario saber dibujar para ser ilustrador. Pero ¿qué significa saber dibujar? ¿Ser capaz de reproducir casi fotográficamente la realidad como Leonardo da Vinci? Esa idea es muy estrecha de miras. Saber dibujar es SABER COMUNICAR mediante las imágenes. Hay gente q sabe comunicar con imágenes más literales y otra con imágenes más abstractas, lo importante es q TRANSMITAN algo, q no sean sólo dos manchas deformes en un lienzo blanco q un pseudointelectualillo te interpreta como el "amanecer de la sexualidad sobre la llanura de la pubertad" o alguna memez así.

Esta es mi humilde opinión, me gustaría q escribieseis la vuestra los demás visitantes de la página. Un saludo!
Anónimo ha dicho que…
Marcus, este señor es un pedante pesadísimo, tan pesado como todos los que escriben sobre arte. Además se le nota que como no tiene repajolera idea de la ilustración española del siglo XX -y de cómo en la época del mordernismo y las vanguardias, los dibujantes acercaron al gran público a las novedades artísticas- habla de pintura, y de su interpretación personal, para luego compararla con la ilustración actual. Bastante tiene la gente que empieza con tirar adelante con ilusión. Y luego el tiempo pone a cada cual en su sitio, y unos aprenden y otros no. Lo mejor sería un virus infeccioso que diezmara la población, y así habría más trabajo para los ilustradores supervivientes.
Marcos Domínguez ha dicho que…
Jajaja! Que bueno lo del virus! Es el estilo de burradas que me hacen gracia! Estoy de acuerdo (en lo de que es un pedante y que no tiene ni idea, lo del virus habria q meditarlo...)