La exquisita complejidad del lápiz


pesar de su diseño tosco y sus materiales humildes, el mejor ejemplo para comprender cómo funciona la genialidad es un lápiz. Aunque parezca simple y común, un lápiz puede ser tan misterioso y extraño como una varita mágica que se muerde por arriba y se gasta por abajo. Porque el lápiz no fue creado por una sola persona, sino por la suma de fragmentos dispersos de conocimiento. Un conocimiento que, por separado, resulta incompleto y hasta contradictorio, pero que, unido, puede formar una herramienta tan sencillamente compleja o tan complejamente sencilla como un lápiz.

Leonard Read escribió un ensayo considerado ya clásico sobre la complejidad de un simple lápiz, I, Pencil, en el que un lápiz común narra en primera persona cómo su existencia depende del esfuerzo de millones de personas, desde los mineros de grafito de Sri Lanka hasta los madereros en Oregón. Sin olvidar los trabajadores del laboratorio donde los polímeros sin tratar son convertidos en gomas de borrar. «No hay una sola persona entre todos estos millones, incluido el presidente de la compañía lapicera, que contribuya más de una pequeña, infinitesimal porción de conocimiento y trabajo».

Jeffrey Kluger, en su libro Simplejidad, no se olvida tampoco de «los hornos de fundición para las plantas de metal, las autoclaves para los laboratorios de la goma, las hojas dentadas de los aserraderos, las excavadoras para las minas de carbón, el algodón para vestir a los trabajadores del laboratorio, la panceta para alimentar a los leñadores…». Henry Petroski, profesor de ingeniería civil de la Universidad norteamericana de Duke, sostuvo que «conocer la historia del lápiz es entrar en el microcosmos de la historia de la ingeniería».

EL LÁPIZ NACIÓ COMO FRANKENSTEIN, GRACIAS AL RAYO DE UNA TORMENTA QUE CAYÓ EN EL HUMILDE PUEBLO DE BORROWDALE

Pero antes de que apareciera el primer lápiz tal y como lo conocemos, durante la Edad Media se empleaba ya una especie de brocha llamada penicillum para marcar el papel con tinta. Y en tiempos del imperio, los romanos usaban una caña con pelos de animal recortados, aunque también escribían con punzones de hierro sobre tablas de cera. No fue hasta el primer tercio del siglo XVI que el pintor y grabador alemán Alberto Durero inventó algo más parecido a un lápiz: una barrita de plomo y cierta aleación de estaño llamada punta de plata.

Sin embargo, para obtener en todo su esplendor lo que hoy consideramos un prosaico lápiz, tuvieron que hacerse previamente muchos descubrimientos.


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